Sobre el perdón mal entendido

En los momentos de travesía hacia mi ítaca, donde la calma me permite no prestar atención a lo que pasa fuera de mí y centrarme en los cambios que ha provocado bajo mi piel lo vivido, me doy cuenta que en los últimos tiempos algo ha cambiado en mis cimientos. Algo que era necesario cambiar pero que no veía el momento, o no sabía cómo hacerlo. Los lestrigones y cíclopes que he encontrado en mi camino han sido esenciales para dicho cambio. Y no es otro que mi concepto de perdón.

Imagino que por mi educación aprendí que hay que perdonar al prójimo como se nos perdona a nosotros; que si te golpean en una mejilla, tienes que poner la otra y no atacar; y que si el hijo pródigo decide volver después de hacer el bandarra durante años, hay que recibirle con los brazos abiertos y agasajarlo a regalos.

Claro, todo eso leído y entendido al pie de la letra resulta la vida que he llevado yo hasta hace poco: perdoné diversas infidelidades de mi exmarido, amistades que decidían entrar y salir de mi vida, parejas que no estaban seguros con la relación y desaparecían para volver a aparecer, y demás ejemplos que os podría poner hasta mañana. Si me paro a pensar, todas estas situaciones tenían un denominador común: había una disculpa, una normalización de la vida, y un repetir lo mismo. Una, y otra, y otra vez… Y yo nunca me cansaba de recibir con los brazos abiertos el regreso del otro, pues el perdón y la idea de que todos podemos cambiar estaba arraigada en mí. Pero desde una perspectiva errónea.

Cierto es que, como dice Mª Martina Casullo en sus interesantes estudios, el perdón tiene más que ver con uno mismo que con lo que perdonamos al otro. El sentimiento de calma que proporciona no tener ese acontecimiento pasado encima continuamente hace que hagamos nuestro viaje a Ítaca más ligero.

Por otro lado, creer en el cambio forma parte de mí, y de mi trabajo. Por supuesto que podemos cambiar, y cambiar a mejor. Pero sólo sucede si tenemos un motivo lo suficientemente fuerte y valioso para hacerlo.

Así pues, lo que he aprendido en este tiempo es a seguir perdonando, pues forma parte de mi bienestar y elijo hacerlo por convicción y creencia. Pero el cambio está en no acoger ese perdón como algo vital para mí ni para la relación. Antes que creer en las palabras de cambio y las buenas intenciones, veamos cómo fluyes y entonces veremos en qué lugar de mi equipaje te coloco. Quizá formes parte de los seres increíbles e incondicionales que me acompañan en esta aventura que es la vida; quizá solo te quedes un rato más, y ambos nos demos cuenta que no hemos cambiado juntos y ya no tiene sentido seguirnos la pista; o quizá te conviertas en un recuerdo de lo que fue y un agradecimiento de lo que soy. Hagamos camino y el tiempo dirá, ¿te parece?

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